Cuaresma 2012. Segundo Domingo de Cuaresma

Dios puso a prueba a Abraham. “Abraham, Abraham”, lo llamó. “Aquí estoy”, respondió Abraham. “Toma a tu único hijo Isaac, a quien amas, y ve a la tierra de Moriah. Ahí lo ofrecerás en holocausto, sobre  una montaña que yo te indicaré” (Génesis 22:1).

No es un cuento precisamente agradable. Un Dios al que preferiríamos arrojar en un montón de basura antropológica. A pesar de ello, Moriah es una realidad en los lugares más profundos e interiores de nuestro ser. Es ahí donde, como nos recuerdan los místicos de todas las tradiciones, debemos entregar (en sacrificio) todos nuestros apegos. ¿Y, existe algún ser humano que no se sienta apegado a lo que ama? ¿Cómo sería posible eso? Sabemos que la tierra de Moriah existe pero no sabemos en qué montaña – en qué circunstancias o cuÁndo o de qué manera – nos veremos forzados a dejarlo todo. Pero no hay amor sin sacrificio porque el amor puede crecer tan solo con desapego, un continuo desapegarnos. Y aunque no haya amor en nuestra vida los apegos están siempre ahí.

La meditación nos facilita comprender este  cuento desagradable. John Main dijo que  a medida que entramos al silencio dentro de nosotros… entramos a un vacío que desconocemos. “No continuamos siendo la misma persona que creíamos ser. Aunque no podemos hablar de destrucción sino de un despertar hacia una fuente eternamente fresca de nuestra ser”. (De la palabra al silencio).

A pesar de ello, podemos no sentirnos tan entusiastas para enfrentar esta realidad tan profunda. Probablemente, al comienzo, podremos tan solo hacer visitas cortas antes de volver rápidamente a la superficie para respirar el aire de familiaridad y alivio. El desierto es para aprender a aumentar nuestra capacidad en lo real, para sobrellevar  las exigencias que vienen con ello.

El punto de todo esto es, que podamos dar un sentido a la lectura del evangelio de hoy, el cual la iglesia yuxtapone brillantemente al cuento de Abraham e Isaac. Hoy leemos de la transfiguración de Jesús sobre la montaña santa en presencia de aquellos que amó y con los cuales la compartió.

Jesús se llevó con él a Pedro y a Juan y los guió arriba de una montaña alta donde podían estar solos. Ahí en su presencia se transfiguró: sus ropas se tornaron muy blancas, deslumbrantes.

La transfiguración  provino de ese reino interior en el cual él moraba. Tocó y cambió incluso su ropa: comenzando desde la profundidad donde no hay detalle trivial alguno, solo particularidad, hacia la superficie donde se sucede la vida diaria.

Laurence Freeman OSB

Traducción de Teresa Decker

Categorías: