Segundo domingo de Cuaresma

Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan y los llevó a un monte alto donde podían estar solos (Mc 9,2-10). Sigue leyendo

En una ocasión se le describe “orando a solas en compañía de sus discípulos”. Los llevó a ellos, como a nosotros, a un lugar en el que estamos a la vez solos e irremediablemente unidos: solos y con otras personas. Por mucho que nos resistamos, no hay forma de evitar este destino.

 Allí, en su presencia, se transfiguró: sus ropas se volvieron deslumbrantemente blancas, más blancas que cualquier blanqueador terrenal pudiera hacerlo.

No podía invitarles a una intimidad más profunda que ésta. Su forma física se les reveló, como él ya sabía que era, traslúcida con la luz del Padre. Desde este núcleo de su ser dice: “Yo soy la luz del mundo”.

 Elías se les apareció con Moisés; y ellos hablabann con Jesús.

Esta es su herencia espiritual: la Ley y los Profetas. Hablan con él desde dentro de sí mismo como la Palabra, desde lo eterno a la historia. Cada uno de ellos se entiende porque son uno en el Verbo encarnado.

Entonces Pedro se dirigió a Jesús: “Rabi – dijo – es maravilloso que estemos aquí; así es que hagamos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. No sabía que decir, estaban muy asustados.

Pedro vuelve a ser el portavoz de los Doce y muestra de nuevo que la roca sobre la que Jesús ha construído su Iglesia es fiable, temerosa, y sobre todo, fiel. El miedo es un signo de reconocimiento de que lo que se encuentra es el límite de su propia identidad.

 Y vino una nube que los cubrió de sombra; y salió una voz de la nube: “Ëste es mi Hijo, el Amado. Escuchadle”

Desde detrás del velo, desde una nueva dimensión de la realidad, reciben la comprensión que no pueden entender, de dónde viene Jesús y a dónde nos lleva a través de los que le escuchan.

 Entonces, de repente, cuando miraron a su alrededor, ya no vieron a nadie con ellos, solo a Jesús.

La vida se reanuda como antes, pero una vida transformada por lo que habían visto.

 Cuando bajaron del monte les advirtió que no contaran a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del Hombre hubiera resucitado. Ellos observaron la advertencia, aunque entre ellos discutían lo que podía significar “resucitar de entre los muertos”.

¿Cómo no podían hablar de ello abiertamente todavía? Necesitaban la revelación completa, la Resurrección, que los transfiguraría a ellos y a toda la humanidad.

 (La fiesta de la Transfiguración es el 6 de agosto, el día en que se produjo el destello cegador de Hiroshima en 1945).

 

Traducción WCCM Paraguay

 
 
 

 

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