2 de junio 2013
Extraído de Laurence Freeman OSB, “Dearest Friends,” Christian Meditation Newsletter, Vol. 28, No. 2, May 2004, pp. 4-5.
El contemplativo sabe que el trabajo que está haciendo en silencio y quietud toca y afecta a la persona completa. La división dolorosa entre cuerpo y mente se va sanando progresivamente y el significado de la resurrección se vuelve más claro. Restaurados en nosotros mismos, encontramos nuestro lugar correcto en el mundo y aceptamos nuestras responsabilidades en él. Los caminos de paz y justicia se ven más claros y el valor de dar testimonio nace de esta nueva paz presente en nuestra alma.
John Main dijo en una ocasión, provocativamente pero con razón, que “la imaginación es la enemiga de la oración”. Porque desarrolla una vida imaginaria y sin raíz que no tiene que ver con la realidad. Nuestra cultura mediática saturada de realidades virtuales ilustra las consecuencias en una escala global… la herida humana se asocia dolorosa y peligrosamente con el soñar despiertos.
Nuestras necesidades humanas básicas (físicas, emocionales, mentales, sociales y espirituales) se ven raramente satisfechas todo el tiempo. Al darnos cuenta de esto por primera vez, se acaba la primera inocencia de la vida. El largo camino hacia la segunda inocencia, la integración madura que es la santidad, tiene que comenzar. Para llegar a esta meta sin embargo, tenemos que entender la naturaleza del deseo. Las necesidades básicas que no están satisfechas se vuelven heridas. Para aliviar el dolor de estas heridas imaginamos aquello que las satisfaría y esa imagen se cristaliza como deseo. La consciencia se mueve de la herida al deseo, nuestra atención se distrae y nuestras acciones la siguen. Hemos comenzado una vida de deseo.
Soñar despiertos, como dice Simone Weil, es la raíz de todo mal, pero también añade consoladoramente, es “la sola consolación del afligido.” El único problema es que es irreal. Diádoco de Fótice en el siglo V vio el problema del deseo con la misma claridad y llegó a la misma conclusión. Dice que el deseo se mantiene como algo irreal en la mente hasta que la imaginación le da forma. Entonces inicia una falsa existencia y cuando actuamos sobre él, tratando de satisfacerlo, desencadena, a través de su misma irrealidad, el poder de la oscuridad. La contemplación nos libera de esta secuencia que lleva al sufrimiento y al mal. Nos vemos de vuelta en el mundo real. Sentados a la orilla del rio, caminando a través de estos árboles. Somos bienvenidos de regreso a las maravillas del mundo real.
La meditacion es la práctica de la contemplación. En la vida diaria desarrolla nuestros sentidos espirituales. Nos permite ver la diferencia entre necesidad y deseo, saber qué es la realidad y qué es ilusión, encontrar la diferencia entre la esencia del espíritu, que es amor y la esencia del ego, que es miedo.
El objetivo de la meditación diaria… es simplemente permitir que este sentido de la realidad se vuelva nuestra manera normal de ver y responder a la vida. La atención solo puede llevarnos a esto si es continua y sostenida. Esta fidelidad es la que el mantra enseña interiormente, y lo que la comunidad muestra externamente. Sin perseverancia, la fe es meramente una buena intención. “Tu fe te ha curado” dice Jesús. La fe, vivida a través de la meditación es la energía de la consciencia pura, el ímpetu de la realidad.
Después de la Meditación, de Mary Oliver, “Coming to God: First Days,” THIRST (Boston: Beacon, 2006), p. 23.
Señor, qué puedo hacer
para aquietarme
aquí está el pan,
aquí está el cáliz y
no puedo aquietarme
ah, ¡entrar al lenguaje de la transformación!
Aprender la importancia de la quietud,
¡con las manos entrelazadas!
¿Cuándo se pacificará el regocijo de mis ojos?
¿Cuándo se aquietarán mis alegres pies?
¿Cuándo dejará su danza mi corazón
cual si estuviera en el pasto veraniego?
Señor, correría por ti, amando las millas
por tu amor.
Treparía al árbol más alto
para tenerte más cerca.
Señor, aprenderé a arrodillarme
En el mundo de lo invisible, lo inescrutable
y lo eterno.
Entonces me moveré no más
que las hojas de un árbol
en un dia sin viento,
cubiertas en luz,
como el peregrino que llega finalmente a casa
y se arrodilla en paz, habiendo terminado con lo innecesario,
con el movimiento; con las palabras.
Traducido por Enrique Lavin