27 de octubre 2013
Un extracto de John Main OSB, “Summoned to Sanity” in MONASTERY WITHOUT WALLS: The Spiritual Letters of John Main (Norwich: Canterbury, 2006), pp. 119-20.
El camino del mantra es un camino de generosidad, de expansión y profundidad; para nada es un camino excluyente o de mentes cerradas.
Es un misterio de este camino que nos hace crecer en sensibilidad a la presencia de Dios...No es siempre fácil explicar como sucede esto, y en realidad no lo podemos conocer de otra manera que con la experiencia...
Pero sabemos, aunque solo hayamos seguido este camino por un poco rato, que la pobreza del mantra nos enriquece en un movimiento de amor que llena todas las partes de nuestra vida y nos permite despertar al misterio...el misterio que nos está cerrado al permanecer centrados en nosotros.
Tenemos que entender lo que quiere decir ser simple y descubrir, desde nuestra propia experiencia, la dinámica verdad de que nos volvemos simples al centrarnos en el otro.
Aunque estamos entrenados a poner nuestra confianza en la complejidad, creo que sabemos, a un nivel profundo de nuestro ser, que la paz interior verdadera depende de ir más allá de la complejidad y volvernos simples.
La maravilla de la revelación cristiana es que mientras fuera de Cristo todo es complejo y sin centro, encontramos nuestra simplicidad al descubrirnos en unión con él - y él es nuestra paz.
En y a través de nuestra meditación vamos comprendiendo que esta paz no es una tranquilidad pasiva, ni tampoco una clase de negación. Es afirmación pura, así como la fe y la pobreza de nuestro mantra
También se nos va revelando progresivamente como cercanía, la cercanía a la fuente de toda la creación. Sabemos, como nos dice San Pablo, que en Cristo, nosotros que estábamos alejados hemos sido traídos cerca, y el mundo que estaba sin esperanza se ha llenado ahora, se ha vuelto radiante con el sabernos cercanos a Dios.
Después de la Meditación: Brian Doyle, “The Final Frontier,” in GIVE US THIS DAY: Daily Prayer for Today’s Catholics, September 1, 2013 (Collegeville: The Liturgical Press, 2013), pp. 22-23.
Humíllate, entona Sirac en el Viejo Libro, y todos los que se exalten serán humillados, dice Lucas en el Nuevo, y le doy un sorbo a mi café y pienso que estas personas son mis hermanos, pues creo que la humildad es la frontera final.
Perder toda traza de presunción y arrogancia, toda potestad, seguridad y control y sed de control y regresar finalmente a maravillarnos por lo simple, el bendito país donde viviste de niño; ése es el trabajo.
Estar abajado pero sin miedo; trabajar con toda tu alma para traer tus herramientas peculiares y particulares a luchar contra la oscuridad, pero sabiendo que tus herramientas son prestadas y deben regresarse; amar con todo tu corazón, peo sin poseer nada ni a nadie; ése es el trabajo.
Saber que tu todo es nada sin el amor que te pronunció para existir; ése es el trabajo.
Hacer, con toda tu fuerza, esperando un estridente nada de regreso excepto el placer de haber trabajado bien, ése es el trabajo.
Saborear, beber, admirar, celebrar, cantar, pelear, tomar una posición, ver, dar testimonio, salir y ser para el otro y cada quien y arrastrarnos juntos a la trémula orilla; ése es el trabajo.
No te digo nada que no sepas. No es dinero, poder ni estima ni fama, ni carros ni botes o casas, honores o loas. Es que tanto trabajaste por nada de lo que este mundo te da. La única recompensa es el amor, en su miríada de formas. Eso es exaltación. Si podemos rendirnos suficientes de nosotros, encontraremos a todo Él. Él espera, con infinita paciencia, con una sonrisa formada por toda la luz que siempre hubo o que siempre habrá.