Miércoles de Semana Santa, 16 de abril 2014
Mientras estaban comiendo, Jesús dijo: “Les digo solemnemente, uno de ustedes está a punto de traicionarme.”
Sin correr el riesgo de ser traicionados no podemos aprender a amar. El riesgo, sin embargo, va en ambos sentidos: podemos ser traicionados por aquellos en quienes depositamos una confianza absoluta. Son las personas con quienes – y a través de quienes – nos volvemos más vulnerables. Son ellos también, los que pueden hacernos más felices. Pero el riesgo también está en que nosotros podemos traicionar a aquellos que amamos. No nos gusta pensar que somos unos traidores, y con frecuencia, cuando traicionamos a quienes se han hecho vulnerables a nosotros y a través de nosotros, lo hacemos de manera inconsciente e involuntaria. Enseguida encontramos excusas para nuestra traición, o negamos lo que hemos hecho, o tratamos de subestimar la gravedad de su impacto. “Fue algo aislado, no te lo tomes tan en serio”. Ser desilusionado o desilusionar a otro, siempre puede perdonarse, pero raramente se perdona instantáneamente.
Una vez que hemos sido traicionados – o hemos traicionado – el daño está hecho. El secreto, como nos muestra Jesús, radica en estar totalmente abiertos a la realidad de lo que ocurrió, y en confrontar la negación que naturalmente acompaña este fracaso – la más avergonzante y humillante de todas las situaciones por las que una persona pueda atravesar. De hecho, solamente somos traicionados si nos permitimos ser traicionados. Abstenernos de reaccionar – retrocediendo y rechazando la desilusión o el rechazo – es mantener abierto el canal de la sanación en el mismo momento en que la herida está siendo inflingida.
Es extraño que este aspecto, tan absolutamente humano y doloroso de los vínculos humanos, abra la puerta a la naturaleza de la divinidad y a nuestra propia divinización.
Laurence Freeman OSB
Traducción: Maren Torheim