Sábado Santo, 2014

 

Ojos que no ven, corazón que no siente. Quienes han perdido un ser querido con frecuencia se sienten sorprendidos – y más aún dolidos – al descubrir en qué medida y con cuánta rapidez se están olvidando de la persona que partió. Pero la forma en que amamos depende del lugar y las circunstancias en que amamos. Cuando han dejado nuestro mundo físico y el gran abismo se ha abierto entre su mundo y el nuestro, el gran desapego se acelera de forma irreversible. Las impresiones poderosas que en su momento disfrutamos en nuestra interacción cotidiana con ellos, se decoloran. Los recuerdos que se desvanecen hacen que las almas de quienes una vez abrazamos parezcan cada vez más, una sombra. No se forman nuevos recuerdos.

A medida que el tiempo pasa, incluso la daga del dolor deja de retorcerse tan cruelmente. Los muertos siguen muriendo y vemos cómo la muerte nos rodea siempre y en todos lados. Nada ni nadie que haya nacido no ha muerto o morirá algún día. Es un club al que pertenecemos todos, un impuesto que nadie puede evadir.

Cuando la piedra se cerró sobre la tumba, comenzó a alejarse rodando por la oscura pendiente. Todavía el sábado, el Sabbath del dolor sin descanso, escuchamos aguzando el oído a ver si surge algún sonido de esa muerte. Oteamos en su noche sin luna y sin estrellas buscando algún atisbo de un mensaje. Estamos parados en el centro del cruce de caminos y cualquier dirección posible lleva a ningún lado. Solamente en esta oscuridad sin esperanza, podemos encontrar la esperanza que nunca muere. Lo único que resta es que el propio suelo en el que estamos parados, se mueva. Todo lo que queda es que la esperanza se transforme en fe. Y quizás la fe otra vez florezca en una explosión de amor.

Laurence Freeman OSB

Traducción: Maren Torheim

 

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