27 de abril 2014

PHOTO: LAURENCE FREEMAN

Un extracto de John Main OSB, “The Spirit,” WORD into SILENCE (New York: Paulist Press, 1981), pp 37-39
 
El primer paso hacia convertirnos en persona…es permitirnos ser amados. Fue para facilitar esto que el Espíritu Santo fue enviado al corazón humano, para tocarlo, para despertarlo, para llevar nuestras mentes a su luz redentora. El enviar al espíritu fue un evento de resurrección y continúa tan fresco hoy como en aquella ocasión,
“avanzada la noche del Domingo,” como San Juan nos relata, cuando los discípulos estaban juntos con las puertas cerradas y Jesús entró y les sopló diciendo “Reciban el Espíritu Santo.”
 
Nuestra letargia natural y nuestra capacidad para evadir, nuestra reticencia para permitirnos ser amados no representan, al igual que las puertas cerradas, ningún obstáculo para el Espíritu Santo. El Espíritu ha sido mandado al corazón humano y vive ahí el misterio divino mientras que Dios sustente nuestro ser. Aun en el corazón del hombre totalmente malo, si es que hubiera tal, el Espíritu seguiría orando “Abba, Padre” sin cesar.
 
Comenzamos con una débil consciencia del movimiento del espíritu en nuestro corazón, la presencia de alguien más por quien nos conocemos. Al despertar a su realidad plena, al escuchar nuestro corazón, despertamos a la prueba viviente de nuestra fe que justifica esa primera consciencia, esa esperanza. Y, como dijo San Pablo a los romanos: Esta prueba es la base de la esperanza, esta esperanza no es falsa pues el amor de Dios nos ha inundado en lo más profundo de nuestro corazón a través del espíritu Santo que nos ha dado.”
 
La intoxicación presente en el lenguaje de Pablo es la intoxicación de su despertar personal a la Realidad del Espíritu, a la experiencia de la alegría que se desborda, se contiene y se libera, que Jesús predicó y comunica a través de su Espíritu. Es la intoxicación de la oración.
 
Después de la meditación: Hildegard de Bingen, “Antífona para el Espíritu Santo,”  WOMEN MYSTICS, ed. Carol Lee Flinders (New York: HarperCollins, 1995), p. 17.
 
El Espíritu de Dios
Es vida que da vida
Es raíz del árbol del mundo
Y viento en sus ramas
Limpiando los pecados,
Ella frota aceite en las heridas,
Es vida que brilla
Seduciendo toda alabanza, todo despertar, toda resurrección.
 
Traducido por Enrique Lavín