2º domingo de Adviento, 6 de diciembre 2015

La preparación para la encarnación empieza con una “voz que clama en el desierto”.

En el evangelio de hoy es San Juan Bautista el primero en reconocer aquello que todos han estado esperando con ansias. Él es la voz. Jesús es la palabra. La voz que la voz comunica a través del aire puro del desierto silencioso.

La palabra desierto en griego se dice eremos, un lugar deshabitado. Esto nos da la palabra eremita, uno que vive en soledad. En la meditación, todos somos solitarios. Sigue leyendo.


La meditación nos lleva al desierto, hacia un lugar deshabitado de pensamientos, opiniones, conflictos de deseos e imágenes.

Es un lugar que anhelamos por la paz y pureza que ofrece. Aquí encontramos la verdad. Pero también nos aterroriza, por aquello que tememos perder y aquello que vamos a encontrar.

Mientras más penetramos en el desierto, la soledad del corazón, más desaceleramos. Conforme la actividad mental disminuye, el tiempo se hace más lento hasta que quedamos en la quietud, una quietud viva y amorosa. Aquí, por primera vez, podemos escuchar el silencio sin temor. La palabra emerge del silencio.

Nos toca y se encarna en nosotros. Se encarna en nosotros haciendo que estemos plenamente personificados y reales en el presente.

Solo aquí, donde cortamos toda comunicación con las multitudes ruidosas, burlonas y caprichosas que habitan en nuestras mentes, podemos ver lo que significa “huir del mundo”. Lo cual no significa escapismo ni evitar responsabilidades. Significa entrar en la soledad, en donde nos damos cuenta cuán plena e inescapablemente estamos personificados e incrustados en la red de las relaciones universales.

En el monasticismo del desierto del siglo IV los monjes se metieron de lleno en el desierto conforme se hicieron mayores. Entonces el mundo los siguió, atraído por la incomparable y tangible belleza de lo que les esperaba.

P. Laurence Freeman OSB

Traducción: Guillermo Lagos

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