4º Domingo de Adviento, 20 de diciembre 2015

Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo. Sigue leyendo.


Lo que aún no nace, lo que no percibimos todavía, se manifiesta desde nuestro interior. Si nos confiamos solamente en la evidencia externa que captamos con nuestros sentidos nos vamos a perder las más importantes dimensiones de la realidad. En nuestros momentos obscuros, no creeremos en nuestra capacidad real – la promesa por cumplirse, la nueva vida por nacer - que son el corazón y el alma de nuestro encuentro con la Navidad.

Cuando solamente reaccionamos ante las circunstancias cambiantes, empujados de un lado a otro por la rueda de la fortuna, vivimos atemorizados de los aspectos sorpresivos de la vida y tememos la siguiente decepción de nuestras emociones. Muchos de nosotros vivimos más o menos continuamente en este estado de miedo y temor. O vivimos temiendo tener miedo pues recordamos lo terrorífico que es el tenerlo.

Este miedo – como vemos en algunas de las reacciones contemporáneas ante el terrorismo – destruye el equilibrio de nuestra mente y el buen juicio.

Si esto puede pasar en el mundo exterior, podemos también volvernos bipolares espiritualmente, oscilando entre las partes luminosas y obscuras del camino interior. Objetivamos la experiencia de Dios. Parece ser que alternadamente se revela y cruelmente se esconde – los dioses juegan con nosotros como niños pequeños con moscas, según lo describiera trágicamente Shakespeare en alguna ocasión.

Cuando los sentidos interiores despiertan, nos desplazamos a un lugar donde todos los opuestos, los picos y valles de esta montaña rusa de emociones de nuestro ego, se mantienen en una nueva estabilidad de consciencia. La profundidad, el equilibrio, el sentido de proporción y la prudencia se forman en esta matriz de quietud interior. Las penas y alegrías, las pérdidas y descubrimientos de la vida no son menos intensas. Pero ya no nos sacan del círculo de ecuanimidad – o al menos, si lo hacen, podemos recuperarnos rápidamente para el siguiente evento.

Conforme este equilibrio interior crece, Cristo se va formando en nosotros. Y esto hace que aceptar lo que es – la precondición de la felicidad – sea más fácil y más intuitivo. Nunca sabemos cuándo nuestra ecuanimidad va a ser golpeada por turbulencias. Pero podemos estar listos para lo desconocido, como los edificios construidos especialmente en zonas de temblor. En este equilibrio y capacidad de nuestra mente de estar alerta, la alegría de ser y el humor sano se vuelven nuestra compañía. Encontramos más fácil vivir con confianza dentro de la incertidumbre.  La dimensión interior de la realidad no puede ser observada por la ciencia ordinaria. Por eso es que hoy ignoramos culturalmente la dimensión espiritual. Y sin embargo, recibimos mensajes de esta dimensión del ser, la patada de Dios desde la matriz de nuestro potencial, y el Espíritu Santo invadiéndonos sorpresivamente.

Traducción: Enrique Lavin

 

 

 

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