Jueves de la primera semana de Cuaresma, 18 de febrero 2016

En las enseñanzas espirituales estamos acostumbrados a escuchar que el deseo, todo deseo, debe ser trascendido. Podemos aceptar esto en la medida en que tiene cierto sentido. Pero también posponemos el fatídico día cuando esto ocurra y caigamos sin deseos al piso como un trapo o un bolso vacío. “Dios hazme casto”, rezaba San Agustín, “pero no todavía”.


Sin embargo, si hemos llevado a cabo por lo menos una pequeña práctica de sacrificio en esta Cuaresma, estaremos en mejor posición de entender esta enseñanza sobre el deseo. Si estamos dominados por el consumismo de nuestra cultura, asumiendo sin pensar que todos los deseos deben ser satisfechos (al menos si son legales), no estaremos todavía listos para entender lo que la tradición espiritual enseña en realidad sobre el deseo. Todavía sentiremos que la meditación es para satisfacer todos nuestros deseos y que debemos revisar su garantía si no funciona.

Un escritor místico del siglo V, el Pseudo-Dionisio, describía a Dios como el objeto del anhelo (el usaba la palabra eros), que está presente en todas las cosas, queriendo volver a su fuente (que es Dios).  Él agregaba que Dios es también ese mismo anhelo. ¿No nos da esto un mejor abordaje a la idea de trascender el deseo? Sugiere que en lugar de aplastar todo deseo que nos proporcione placer o satisfacción, deberíamos examinar qué es lo que verdaderamente deseamos y por qué.

Los deseos que necesitamos abandonar son aquellos que son versiones “piratas” del original real. También debemos evitar sublimaciones falsas del eros divino. El deseo que está construido dentro de las más profundas estructuras de nuestro yo es un anhelo benigno. No es el deseo que conduce a la explotación, la posesividad y la lujuria que busca una enloquecida satisfacción a cualquier costo. Es trascendente y a la vez, profundamente interior. Pasa fácilmente del saber al no saber.

Necesitamos ser capaces de localizar la complejidad de los falsos deseos que en realidad bloquean nuestro real deseo hacia Dios (o sea, hacia la plenitud del amor) y también nos impiden ver que el deseo hacia Dios es el deseo de Dios (hacia nosotros). Si este discernimiento pudiera ser dado como una fórmula o una definición, no necesitaríamos meditar y ni siquiera ser humanos.

De hecho, es esta clase de revelación la que surge del profundo silencio y luego viaja a través de todos los ámbitos de nuestro ser, transformando todo lo que dejamos ir a medida que hacemos el viaje hacia el silencio.

Traducción: Javier Cosp Fontclara

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