Martes de Semana Santa 2020

El evangelio de hoy (Jn 13:21-33,36-38) es muy extraño. Es un momento misterioso del relato que nos está ocupando esta semana, un relato en el que debemos ser capaces de encontrarnos. Si no podemos hacerlo, si no podemos encontrarnos en este relato, tampoco encontraremos a Jesús. 

Está cenando y ‘se turbó en su interior’. No está enfrentando el fin de su vida con un estoico desapego. Pero tampoco entra en pánico. Filosóficamente, la muerte es algo que podemos objetivar, distanciándola de nosotros. Está allá, afuera, es algo que afecta a otros. Pero, justo como la crisis presente nos ha demostrado, no está ahí afuera. Ahora o más tarde, viene por todos nosotros. Será mejor estar preparados y ¿qué mejor manera que practicar el morir? Un camino espiritual no nos aísla en una seguridad falsamente alejada del dato duro de nuestra mortalidad. Jesús tembló ante ello. Pero la oración profunda nos muestra lo que la muerte, esa gran incógnita, es en realidad. La meditación, creámoslo o no, es oración profunda.

Podemos entrever la mente de Jesús cada vez que vemos, en nosotros, la manera en la que la meditación nos hace a la vez más sensibles y vulnerables al sufrimiento; liberándonos a la vez del instinto de lastimar a aquellos que nos han herido. El sufrimiento se presenta de muchas maneras: en este momento del relato es el dolor más descarnado de una traición íntima, la muerte del amor.

Jesús le dice directamente a sus discípulos que uno de ellos habrá de traicionarlo. Se quedan desconcertados y comienzan a murmurar entre ellos preguntándose quién podrá ser. Pedro le pide a Juan, el discípulo más cercano, que estaba reclinado junto a él, que le pregunte quién será. Jesús acepta, como amigo íntimo comparte todo. Le da un pedazo de pan a Judas para significar que es aquel cuyo nombre quedará por siempre maldito en la historia después de esta noche.

En ese instante ‘Satanás entró en Judas’. Esta es una inversión obscura de lo que debería suceder. El pan que Jesús comparte con Judas es el  mismo con el que Jesús se identifica: ‘este es mi cuerpo’. Al dar el pan, se da a sí mismo, como cada cristiano que celebra la Eucaristía siente de alguna manera. Pero ¿Satanás? De súbito esto se vuelve como una misa negra, del tipo que las sectas satánicas celebran. No el recibir la sagrada comunión, sino la blasfemia, la liberación de la perversa obscuridad de la auto destrucción.

El corazón humano es bueno, divino. La gente se vuelve al otro como los 600,000 en Inglaterra que en 24 horas se ofrecieron a ayudar a otros durante la crisis. Pero también hay un corazón de tinieblas con el que tratar. Quedan jirones de estas tinieblas en cada uno de nosotros. En los seres humanos, aun entre aquellos que comparten su intimidad, las tinieblas pueden convertirse en algo personal y consciente: la persona que tosió en los rostros de la policía que les avisaba que estaban rompiendo las reglas de distanciamiento social; el pedófilo que prepara a sus víctimas; el asesino serial; la persona adicta; aquellos que han sido corrompidos por el poder o el dinero.

Esas tinieblas esperan, inconsciente e impersonalmente, en los miles de millones de virus del Covid-19 que podrían caber en el espacio que ocupa este punto y aparte.

No sabemos mucho acerca del virus ni tampoco por qué Judas traicionó a su maestro y amigo. Las tinieblas son obscuras. El evangelio anuncia que cuando Judas se levantó de la mesa para ir a traicionar a Jesús, ‘la noche cayó’.

Laurence Freeman OSB

Traducción: Enrique Lavín WCCM México

 

 

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