Miércoles de Semana Santa 2020

El virus puede haber estado presente físicamente en los humanos desde hace mucho. Pero una serie de circunstancias se juntaron para lograr la terrible mutación que estamos experimentando. Eventualmente entenderemos la ciencia del virus y encontraremos una vacuna.

No podemos culpar al virus en sí por el daño que está haciendo de la misma manera que no podemos culpar las condiciones meteorológicas por los desastres naturales. Sin embargo pecaríamos de ingenuos si no hiciéramos un recuento del elemento humano – falta de respeto por el medio ambiente, injusticia social, explotación del más débil – presente en el origen de estas desastrosas circunstancias. Pues todo efecto tiene una causa.

Sin embargo, al nivel humano – ayer reflexionaba en el carácter de Judas y nuestra capacidad para traicionar – no podemos evitar la responsabilidad personal. Siempre señalamos culpables. El marido de una amiga mía, un año le dio un regalo de Navidad poco bienvenido, al confesarle que llevaba una década siéndole infiel con su mejor amiga. En un instante (el mismo tiempo que llevó a Satanás entrar en Judas) le transmitió el virus de la infidelidad que resquebrajó su mundo interior y exterior. No tarda mucho el matar a alguien. Más tarde, cuando su vida se había comenzado a enderezar, me dijo que seguía enojada con él, pero que entendía cómo había pasado y su propia culpa en el desarrollo de las circunstancias que hicieron posible el colapso de su relación. Él había tenido un período lleno de estrés en el trabajo, se había distanciado emocionalmente y ella le había permitido que se separara, convenciéndose que ese era el mejor modo de seguirlo amando.

Esta semana estamos viviendo el relato de los últimos días de Jesús. Es un relato enraizado en la memoria colectiva de la humanidad. Nos permite interpretar la historia de nuestras vidas y ver sentido en lo que no lo tiene, ver la luz en la obscuridad. Ver la obscuridad es el inicio de la mirada espiritual. Lo que el relato no nos permitirá hacer, sin embargo, es evadir la verdad o negar la realidad. A no ser que podamos intuir el significado de nuestra propia historia, estaremos condenados a repetir los mismos trabajos de obscuridad hasta el fin de nuestra vida. No sabemos por qué Judas se convirtió en el arquetipo del traidor, pues si lo supiéramos, el relato se volvería demasiado personal, previniendo que fuera parte del relato de la humanidad.

Todo lo que podemos decir es que nuestros actos obscuros están ligados a aquella obscuridad que previamente nos afectó y nos traumó. ¿Quién traicionó a Judas?, ¿Por qué no podía soportar la luz? Cualquiera que haya sido la causa, su traición desembocó en el clímax del triunfo de las fuerzas obscuras en la Pasión de Cristo. A partir de este momento de obscuridad, Jesús se vuelve el Cristo y su sufrimiento se vuelve universal.

Leemos el relato permitiendo que el relato nos lea. Vemos como nuestro sufrimiento y obscuridad están ya contenidos en él. Simplemente aceptamos lo que no podemos evitar. Con esta sabiduría penetramos la obscuridad. Solamente nos hace falta un sendero para guiarnos a ella y a través de ella.

Este sendero se vuelve nuestra guía a través de la obscuridad. ‘Ya no hablaré más con ustedes, porque viene el príncipe de este mundo. Él no tiene ningún dominio sobre mí, pero el mundo tiene que saber que amo al Padre, y que hago exactamente lo que él me ha ordenado que haga. ¡Levántense, vámonos de aquí!’ (Jn 14:30-31)

Laurence Freeman O.S.B.

Traducción: Enrique Lavín, WCCM México

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