9 de setiembre 2012

Un extracto de Laurence Freeman OSB, “Dearest Friends,” WCCM international Newsletter, Invierno 2001.

En muy difícil encontrar paz interior en tiempos de temor y conflicto. Encontramos difícil sentarnos quietos cuando la mente y los sentimientos se encuentran en desorden. Son tiempos en que se nos hace fácil abandonar la meditación a pesar que es justamente en esos momentos cuando más la necesitamos. Ayuda ver que nuestra meditación no es tan solo para nosotros. 

Sigue leyendo.

 

Si así fuera, seríamos tan solo consumidores de religión. El sentido de la contemplación lo encontramos en sus frutos. Especialmente en el amor y servicio a los demás. Cuando tenemos paz interior nos acercamos a los otros con compasión. Si nos falta eso, todo lo que hacemos  exteriormente está sujeto a los deseos del ego, a la ira y a la competitividad. Dios es el amor que al encontrarlo verdaderamente dentro de nosotros nos hace imposible dañar a nuestro prójimo.

El autoconocimiento nos abre al misterio de la singularidad humana – unidad en la diversidad. En tanto no reconozcamos y abracemos nuestra propia singularidad no podremos jamás relacionarnos con lo universal. Permaneceremos atrapados en la prisión del egoísmo. Debemos realizar nuestra propia santidad particular antes de llegar a conocer el Todo en el que se encuentra nuestro ser y donde verdaderamente pertenecemos. El gran error (y el pecado del clericalismo) es pretender haber captado lo universal antes de haber logrado el  autoconocimiento. Tratando de comprender lo universal, hablando de ello, tomando control de ello, son signos que nos muestran que todavía no lo hemos captado verdaderamente.

¿Qué significa lo universal? Jesús lo definía como la naturaleza del amor divino que se da a sí mismo imparcialmente en todo aquello que es, de la misma manera como el sol brilla sobre lo bueno y lo malo. Eso significa que Dios está más allá de la moralidad humana. Dios nunca lucha de mi lado contra los demás.

El amor divino es como la lluvia que cae sobre los inocentes y los malvados. Eso significa que la justicia de Dios está más allá del intento humano de hacer justicia. Un amor que une al perseguidor y a su víctima. Antes que nada debemos comprender esta universalidad a medida que pesa sobre nosotros. Reduce el ego. Nos hace más simples. Nos eleva  sobre la complejidad de nuestras vidas a medida  que penetra en nuestro entero ser desde nuestro más profundo centro. Solo entonces nos despertaremos. Entonces es cuando la aventura humana de descubrimiento y celebración comienza.

Descubriremos que el mismo amor se encuentra por doquier y abraza todo, incluso a aquellos que todavía no hemos podido amar. Pero por lo menos nos damos cuenta que son dignos de ser amados. También celebramos. Nos regocijamos con la belleza intoxicante que solo los ojos de un amante pueden ver. Solo entonces, habremos logrado hacer la paz con nosotros mismos y el mundo.

La paz no se logra extirpando o destruyendo el mal. Cuando reconocemos nuestros vicios: ira, orgullo, codicia, lujuria, el intento por destruirlos degenera fácilmente en odio hacia nosotros mismos. Pues, si no podemos amarnos a nosotros mismos ¿porqué molestarnos tratando de amar a otros? Mejor que tratar de destruir nuestras faltas es trabajar pacientemente por implantar las virtudes, un trabajo lento pero menos dramático, aunque más efectivo. Y al evitar los peligros de la hipocresía religiosa y el fariseísmo, crearemos una mejor personalidad. Escondida en todas nuestras faltas y en nuestra capacidad para el mal, se encuentran también las semillas de muchas virtudes. El terrorista pudo haber tenido la semilla de la justicia en él antes que lo asalten su ira y el engaño de sentirse instrumento de la ira de Dios. Cuando hacemos la guerra contra nosotros mismos (la mayoría de los fanáticos religiosos han sido abnegados) estamos arriesgando un enorme daño colateral: destruyendo nuestras propias semillas de virtud. Todo tipo de violencia es un crimen contra la humanidad porque nos aparta del mundo de bondad desconocida.

El primer paso para implantar las virtudes que superarán eventualmente los vicios es establecer la virtud básica de una oración profunda y regular. A través de este silencioso ritmo de oración, la sabiduría penetrará lentamente nuestra mente y nuestro mundo. La sabiduría es el poder universal que encuentra lo bueno en lo malo. Como dice el libro de Sabiduría, “la esperanza para la salvación del mundo se encuentra en el mayor número de personas sabias.” Los sabios saben distinguir entre el conocimiento de sí mismo y la auto-fijación, entre el desapego y la dureza de corazón, entre lo correcto y la crueldad. No hay reglas para la sabiduría. Las reglas no son universales. La virtud lo es.

 

PARA DESPUÉS DE LA MEDITACIÓN: Un extracto del libro de la Sabiduría, 8: 21-29 en Christian Community Bible /Quezon City, Philippines: Claretian Publications, 1997), p. 925.

He llegado a conocer todo lo que está a la vista y lo que está escondido, porque la Sabiduría que los concibió me lo enseñó.

En ella se encuentra un espíritu que es inteligente, santo, único, múltiple, sutil, activo, conciso, puro y lúcido. No se puede corromper, ama lo que es bueno y nada puede limitarlo. Es beneficioso, ama a la humanidad, constante, dependiente, y  a pesar de ser poderoso está en calma. Todo lo ve y penetra todos los espíritus, sin importar cuan inteligentes, sutiles o puros sean.

La sabiduría sobrepasa en movilidad todo lo que se mueve, y al ser tan pura impregna y penetra todas las cosas.

Ella es el aliento del poder de Dios, la emanación pura de la gloria del Todopoderoso; en ella nada impuro puede entrar. Ella es un reflejo de la luz eterna, un espejo sin mancha de la acción de Dios y una imagen de su bondad.

Ella es tan solo una, y a pesar que la sabiduría puede hacer todo tipo de cosas ella permaneciendo sin cambio, renueva todas las cosas. Ella entra en las almas santas, haciendo de ellas profetas y amigos de Dios. Ella es más hermosa que el sol y sobrepasa todas las constelaciones, ella supera a la luz porque la luz da paso a la noche, pero el mal no puede vencer a la sabiduría.

 

Traducido por Teresa Decker