14 de abril 2013

Un extracto de John Main OSB, “Commitment to Simplicity,” MOMENT OF CHRIST (New York: Continuum, 1998), pp. 26-27.

Han oído decir que la meditación es 'el camino a la realidad'. Y es primeramente el camino a la realidad de nuestro propio ser. Al meditar aprendemos a ser.

No a ser algo en particular, sino simplemente a ser. La mejor manera de describir esa manera de ser es decir que estamos en un estado de total simplicidad. No estamos tratando de actuar. No estamos pidiendo disculpas por ser lo que somos o como somos.  Simplemente estamos viviendo desde la profundidad de nuestro propio ser, seguros y firmes en nuestro propio enraizamiento en la realidad. Este es un ideal al que no estamos acostumbrados porque estamos entrenados a pensar que la manera de encontrar la verdad es compleja. Pero todos sabemos a un nivel más profundo... que la verdad solo se encuentra en la simplicidad total, en la apertura total. Recordar lo agudo de nuestra visión cuando niños debería enseñarnos esto. Todo lo que se requiere es ese sentido de admiración que tiene un niño, la forma infantil de adorar ante la magnificencia de la creación [...]

La meditación es una manera de romper con un mundo de ilusión y entrar en la luz de la pura realidad. La experiencia de la meditación es el quedar anclados en la Verdad, en el Camino, y en la Vida. En la visión cristiana, esa ancla es Jesús. Él nos revela que Dios es el fundamento de nuestro ser, que ninguno de nosotros puede existir fuera de Él... la gran ilusión en la que la mayoría de nosotros estamos atrapados es que somos el centro del mundo y todo gira alrededor nuestro...

Pero al meditar aprendemos que esto no es cierto. Lo cierto es que Dios es el centro y todos nosotros tenemos nuestro ser por este don, por su poder y su amor. [...]  La meditación es el gran camino hacia la liberación. Somos liberados del pasado... y nos abrimos a vivir en el momento presente... Aprendemos que somos porque Dios es, y que simplemente ser es nuestro más grande don.

 

Después de la Meditación: Mark Strand, “My Name,” The New Yorker, April 11, 2005, p. 68.

 

Una noche en que el jardín era de un verde dorado

y los árboles marmoleados a la luz de la luna surgían como monumentos frescos en el aire perfumado

y todo el campo pulsaba con el chirrido y murmullo de los insectos,

yo descansaba en el pasto

sintiendo las grandes distancias abiertas arriba de mí,

y pensaba en qué me convertiría - y dónde me encontraría -

y aunque apenas existía, sentí por un momento que el cielo estrellado era mío,

y escuché mi nombre como si fuera la primera vez,

como cuando oyes el viento o la lluvia

pero lejos y débil, como si no me perteneciera a mí,

sino al silencio de donde venía y a donde iba a ir.

 

Traducido por Enrique Lavín