Lunes de Semana Santa, 10 de abril 2017

En una función de teatro a la que asistí, a mitad del primer acto, le fue permitida la entrada a alguien que llegó tarde. Por supuesto causó consternación general conforme le permitíamos pasar entre todos para poder llegar a su asiento a la mitad de la fila. Sigue leyendo.

Una vez que el espectáculo comienza, deberíamos tratar de mantener nuestra atención enfocada en él pues es el flujo ininterrumpido de eventos lo que deriva en la calidad de nuestra respuesta cuando el clímax llega y el telón cae.

Esto mismo lo podemos aplicar para la Semana Santa. Si nos vemos distraídos del desarrollo apresurado del relato, no debemos perder tiempo quejándonos, sino que debemos regresar nuestra atención al centro del mismo.

Observando una serie de pinturas de la Última Cena, me llamaron la atención los diferentes modos en que Judas ha sido representado. En el famoso mural de Leonardo, Judas está sentado en el quinto lugar de la izquierda, con una mirada muy criminal, sosteniendo una bolsa con monedas de plata (Pedro, a su vez, sostiene una daga, con la que cortaría más tarde la oreja del sirviente). En el cuadro de Ghirlandaio, Judas está sentado solo, frente al resto del grupo. En otras representaciones, Judas es estereotipado como el que parece más judío de todos. Generalmente Judas es señalado como un personaje poco atractivo y aislado, aunque en la narración tiene el momento más fuerte y aún más misteriosamente íntimo con Jesús que sabe lo que él es y que suavemente le indica que haga lo que tiene que hacer (‘al anochecer’).

Los rostros nos revelan y nos exponen. Reconocemos con felicidad una cara familiar que nos recibe entre la muchedumbre de la sala de llegadas del aeropuerto. Repentinamente la multitud de extraños se disuelve cuando vemos una cara sonriente y un saludo que hacen desaparecer lo peor de los viajes: el anonimato.

Cuando vemos una foto de nosotros, pensamos ¿de verdad me veo así? Por nuestras caras, entendemos con incomodidad, la gente nos puede conocer mejor o al menos en una manera diferente de como nos conocemos nosotros mismos. Y si es diferente, ¿quién está en lo cierto?

En un instante un rostro puede cambiar de una mirada tensa y ansiosa a una alegría radiante y casi infantil. Una ola de emociones se propaga a través del alma y en pocos momentos se refleja involuntariamente en los músculos de la cara. Nos lleva tiempo retomar el control sobre lo que nuestra expresión facial está comunicando al mundo.

Aun cuando nuestro rostro esté en reposo y estemos sintiendo conflicto entre sentimientos  fuertes de cualquier tipo, siempre muestra a todos, aunque no siempre a nosotros mismos, la suma total de lo que hemos sido. Formado a través de décadas, como resultado de incontables contracciones musculares, muecas, quijadas tensas, fases de enojo y tristeza – y buenas cosas también – tenemos el rostro que merecemos. Es todo lo que hemos vivido. Ninguna cantidad de cosméticos o cirugía puede en realidad disimular el carácter de nuestro rostro. El envejecer es lo menos de que nos tenemos que preocupar.

El rostro de Judas resulta ser nuestro propio peor miedo acerca de nosotros y puede por lo mismo desencadenar la más profunda y transformadora compasión. La verdadera conversión sucede en un lugar lejos del control de la voluntad, un lugar de gracia redentora. Cuando sucede, nos vemos rejuvenecidos y aunque sólo por un momento, nuestro rostro original nos es visible a nosotros y a aquellos que aún nos miran con algún interés después de todos estos años.

En el rostro de Judas, como en el de gente obviamente menos compleja, el rostro de Jesucristo puede repentinamente revelarse, como un tesoro escondido en vasijas de barro:

‘Porque Dios, que ordenó que la luz resplandeciera en las tinieblas, hizo brillar su luz en nuestro corazón para que conociéramos la gloria de Dios que resplandece en el rostro de Cristo’  (2 Cor 4:6).

Traducido por Enrique Lavin, WCCM México

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